La fotografía es verdad. Y el cine es una verdad 24 veces por segundo.
Jean-Luc Godard
Preguntas orientadoras
¿El arte tiene algo que ver conmigo?
¿Yo tengo algo que ver con el arte?
¿Cómo sería la vida diaria sin el arte?
Para iniciar el estudio de este capítulo, ponte a gusto. Nada lo prohíbe y en cambio
será muy provechoso. Si te acomoda escuchar música mientras lees, hazlo; si te
funciona arreglar el lugar donde estudiarás, adelante (pon en su sitio la pieza de cerámica que alegra tu mesa de trabajo y alinea el cartel que cuelga en el
muro); si te reconforta estar junto a la ventana para sentir el mundo que está
allá afuera, vamos (que vayas y vengas de este capítulo a la calle es exactamente
lo que queremos). ¿Empezamos?
Sacralizado, temido, ignorado, calificado como tal, puesto en duda, redescubierto, vuelto a interpretar, botado a la basura, ensalzado, patrocinado por terceros, gestado en la pobreza, coartado o presentado en la tele o la radio, el arte nos acompaña siempre, te acompaña día con día. La humanidad, mujeres y hombres de carne y hueso, no se ha afanado en producir arte para guardarlo en un cajón. Sacralizado por nosotros mismos, el arte aparece como algo ajeno y distante. Es cosa de los creadores, los críticos, los coleccionistas y se le ve en espacios con inicial mayúscula: el Museo, la Sala de conciertos, el Escenario, el Cineclub, la Casa de subastas. Llegamos a decir: “no es para mí, con su permiso”.
Temido por algunos, cobra el carácter de denuncia, de lentes para ver mejor, de alegre pretexto para que los rebeldes se den cita. Porta mensajes inquietantes: habla de libertad para pensar y actuar, llama a romper reglas, invita a otro mañana, se burla de asuntos que se tienen por serios y despedaza a tipos poderosos. No falta quien exclama: “¡Cómo es posible, si así están bien las cosas… Estos artistas!”.
Ignorado por la sociedad, sobrevive clandestinamente en los talleres, los ensayos y los laboratorios, que son los nombres que adquieren los escondrijos de creadores, iniciados y curiosos. Parece escucharse una voz reprobatoria: “Vaya una pérdida de tiempo. Miren que tocar el violín, tomar fotos, aprenderse unos diálogos… ¡bailar!”.
Calificado como tal, el arte es por fin arte. Toma un nombre que lo identifica y se convierte en una cosa sobre la que se puede hablar. Habrá a quien le disguste, pero quiéralo o no, se trata de arte. Por cierto: ¿quién decidió que lo es?, ¿era arte desde un principio?, ¿el arte es arte a partir de que alguien dice que lo es?, y cuando no era arte, ¿qué era?, ¿hay arte al que no le gusta ser arte?
Puesto en duda, el arte pugna por serlo con todas las de la ley. Cuando así pasa, le irritan las palabras compuestas y las frases agrias: seudoarte, cuasi arte, dizque arte, arte según quién. En otras ocasiones, sin embargo, se encoge de hombros. Le da lo mismo el qué dirán. Sabe que es arte y eso basta.
Redescubierto por los estudiosos o la crítica, hay arte que nace por segunda ocasión. Emerge de entre toneladas de tierra, sale de una bodega, se le encuentra entre los bienes de un difunto o resulta que siempre estuvo ahí guiñándonos un ojo. Sucede que, aunque ya había tenido su momento en la historia, la rueda de la fortuna lo pone nuevamente en la cima. La gente corre a ver los restos de un pórtico o hace fila para escuchar una sinfonía cuya partitura se enmohecía en el cuarto de cachivaches.
Vuelto a interpretar, el arte se renueva. Se peina a la moda, cambia de ropa, toma un nuevo aire y sale a recorrer las calles otra vez. ¡Cuántos años se pierden con sólo recortarse el cabello! Pero algunos piensan que el arte de ayer es intocable y que atreverse a hacerlo es una herejía: cero reinterpretaciones. Otros, en cambio, están seguros de que nada haría más felices a los artistas de antaño que reconocer su obra en una nueva.
Botado a la basura por inútil, desagradable, ofensivo, estorboso, grosero, efímero, malogrado o rústico (que rara vez los insultos vienen aislados), el arte se las ingenia para sobresalir del cesto. Queda como un iceberg, renuente a sumergirse entre desechos —no hablamos de los muchos intentos que el propio creador lanza al bote de basura, a veces con puntería de arquero, sino de purgas, exterminios y barbaridades. Ya vendrá quien reconozca su valía, se recoja las mangas y lo saque de semejante estado. ¿No se creyó que Vivaldi era simple? ¿No se pensaba que a Martha Graham le faltaba un tornillo?